Cuando estamos delante de un vino natural, hay ciertos
elementos que te sugieren, que su elaboración ha sido hecha sin protección
alguna. Aun que no siempre son tan evidentes, si que es cierto, que estos
mismos elementos, le dan al vino profundidad y volumen. Dependiendo de la formación
académica y el bagaje del catador, podría llegar a descalificar al vino. Es
evidente que hay gustos para todo, y que “muchas veces el árbol no nos deja ver
el bosque”, de la misma forma, un vino moderno, hecho con bata blanca, y criado
en barrica nueva, nos puede llegar a costar discernir, entre sus aromas tan
compactados por los tostados. Al fin y al cabo, estamos ablando de sensaciones,
y tu decides las que te emocionan. Quienes no buscamos la perfección en un vino,
si no emoción, podemos dejar a un lado, o incluso darles valor a ciertos aromas
oxidativos, como los que percibimos en les Jeunes Mariés, de frutos secos, o
los acetaldehídos, para entendernos mejor, aromas de manzana asada, que
encontramos entre notas varietales, como los frutos rojos y el membrillo, o los
aromas de fermentación y autolisis, como el pan tostado, la miel y las notas de
levaduras, su carbónico es elegante. También nos muestra su latitud, con sus cítricos,
sus 9º de alcohol y esos elementos herbáceos, que le dan chispa y personalidad.
Es refrescante, cremoso, vital y con esa rusticidad que prolonga su final. Lo
que me fascina de este espumoso de Cabernet Franc y Chenin Blanc es que tiene la
característica de mantener tus papilas despiertas y expectantes del siguiente
sorbo.